Han pasado dos semanas desde que volví de Ghana y aún no lo asimilo. Todavía tengo la impresión de que en cualquier momento cogeré un taxi y apareceré en Koforidua para reunirme con mi “familia” y comenzar una vez más mi rutina vespertina: jugaré con Nana, pintaré con Raymond, cenaré uno de los deliciosos platos de Kate, veremos la telenovela india toda la familia… si cierro los ojos aún estoy allí: siento el sol, el aire cálido; oigo la música, el ruido del tráfico y toda Ghana preguntándome “obruni, atesein?” (blanca, ¿qué tal estás?).
Cuando les anuncié a mis amigos que me iba a Ghana a hacer voluntariado en una escuela de educación de primaria no me creían: “¡pero si tu huyes de los niños!”. Y la verdad sea dicha, razón no les faltaba. Siempre he evitado la compañía de los niños, pues no sé cómo actuar delante de ellos. Así que cuando decidí escogí trabajar en un colegio yo misma fui la primera sorprendida ante mi decisión, pero ahora sólo puedo decir que me alegro profundamente de haberla hecho. Asimismo estoy agradecida de haber hallado HolaGhana y de haber colaborado con esta ONG, porque su gente es, sin duda alguna, uno de los recuerdos más gratos de este viaje. He podido comprobar personalmente cuán implicados están en los proyectos que realizan y cómo se preocupan por los voluntarios que envían. En las seis semanas que pasé allí siempre me sentí arropada por ellos y hoy en día me siento muy orgullosa de poder llamarles amigos míos, y a Wisdom (el coordinador allí) le atesoro especialmente. Recuerdo que ya en nuestro primer encuentro su eterna genuina sonrisa y su bonhomía me impactaron muchísimo y en el transcurso de las siguientes semanas esta impresión se afianzó aún más.
Durante el tiempo que estuve allí trabajé en dos escuelas y pude aprender apreciar muchas cosas. Esos niños que tanto me imponían antes del viaje me enseñaron muchísimo. Aún recuerdo mi primer día haciendo comecocos de papel y todos los niños diciéndome “Madame, make me some!”. Con un simple comecocos podíamos jugar horas y horas. También recuerdo enseñarles a jugar al escondite inglés o jugar al fútbol, lo cual confieso que nunca ha sido mi pasión, pero cuando les veía tan contentos porque me unía al partido con ellos, entonces era yo la más feliz del recreo. Me enseñaron cuán contagiosas son la felicidad y la alegría. Y cómo, citando aquella célebre frase de San Agustín creo, no es más feliz quien más tiene, sino quien menos necesita. (Y en eso Europa y el mundo entero podrían aprender de África.)
Recuerdo además una de las escapadas que hice como un renacer para mí, en el que descubrí la bondad y calidad de la gente y mi propia fortaleza. Viajé sola, ya que Íñigo, el voluntario con quien estuve las primeras tres semanas, había regresado a España. No me olvido de aquel día, de aquel viernes. Estaba desayunando cuando Benard, con cuya familia me alojaba, me preguntó si ya había planeado un viaje. Le dije que no había podido mirar nada porque mi móvil se había estropeado. Pues Benard no sólo me dio consejos sobre sitios a los que podría viajar, sino que me dejó su móvil para reservar una habitación y me dijo que se encargaría de lograr antes del mediodía una nueva batería para mi móvil para que pudiere viajar. Imaginad mi sorpresa cuando más tarde supe que se fue personalmente hasta la capital, Accra (que está a dos horas de Koforidua), para conseguírmela y asegurarse así de que era una batería original. Ese es uno de los momentos que se quedan grabados en la memoria y en el alma porque describen cómo es el carácter de esta gente, tan rico y generoso; y cuán dispuestos están a ayudar. Benard luego me acompañó hasta la parada de trotros y allí comenzó mi odisea. Tuve que coger 2 trotros, una moto, un guía para que me llevase hasta el barquero y regatear con el barquero, pero tras seis horas de viaje y alguna que otra aventura, ¡lo logré! ¡logré llegar a Maranatha! Recuerdo sentirme invencible cuando llegué allí, y encima ya allá conocí a varias personas que me acogieron: una familia india me invitó a comer con ellos a su mesa, conocí un grupo de médicos franceses e italianos, unos chicos israelíes me ofrecieron ir de vuelta con ellos en su coche hasta Accra … (menudas risas echamos en el coche). Atesoro esa escapada por estos y muchos más momentos que podría relatar. En Ghana nunca estás sola.
En resumen, ésta ha sido una enriquecedora experiencia que recomiendo encarecidamente. No diré que no haya habido malos momentos (hubo días en los que me hartaba de oír todo el rato “obruni, obruni, OBRUNI!”) mas sin discusión alguna los buenos momentos los superan. Me quedo con Collins, el taxista del que me hice amiga, con la mujer a quien compraba los blueskies en la Beads Market Junction, con todos los chicos de los trotros que cada mañana buscaban a la chica blanca por todo Koforidua para llevarme a la escuela (“come on, you have to go to school!”); me quedo con Ebenezer y con Miriam (los directores de las escuelas), con Nana y Raymond y con la comida de Kate; y sobre todo esto me quedo con Wisdom y Rose. Me quedo con lo mejor y con ganas de repetir.
Muchas gracias – Medaase – Eskerrik asko.
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